El 5 de octubre de 1957, tres días después de su cumpleaños 56, moría en la extrema pobreza José Leandro Andrade, casi ciego y en el asilo Piñeyro del Campo, allá en Montevideo, Uruguay.

Quien había sido bautizado en Europa como “La Maravilla Negra” solo tenía para entonces una cama, un armario y un grupo de medallas guardadas en una caja de zapatos, entre ellas dos de oro olímpicas y la del Mundial de 1930.

Un año antes, el periodista alemán Fritz Hack, luego de una larga búsqueda, había hallado al antiguo campeón en un sótano de la calle Perazza, en una imagen de horror. “Encontré a Andrade en un tugurio espartanamente amueblado, se había dado totalmente al alcohol y debido a sus lesiones de ojos estaba casi ciego de un lado. Mis preguntas no pudo responderlas”, escribió.

Andrade fue una de las primeras estrellas del fútbol, mucho antes que Pelé y Maradona.

En los Juegos Olímpicos de 1928, durante la discusión de la semifinal ante Italia, José Leandro chocó contra un poste durante una acción defensiva y desde entonces la lesión sufrida en sus ojos limitaría, progresivamente, su desempeño en la cancha.

Incluso cuando la vista comenzó a fallarle, cuentan que Andrade hacía fácil el juego, llevaba la música en los pies y desbordaba elegancia por la banda derecha; fue elegido en el primer Mundial dentro del equipo Todos Estrellas.

Dicen también que era dueño absoluto de su barrio Palermo, por donde paseaba al ritmo de tamboriles y violín haciendo historia con sus excesos de fandango, amante eterno de los carnavales montevideanos.

Nacido en 1901 en Salto, jugó hasta los 36 años. Primero en Uruguay con los clubes más importantes, luego en el Atlanta y el Lanús por Argentina; pero regresó a casa para retirarse en el Montevideo Wanderers. Ganó como pocos y hechizó como nadie en su época: tres campeonatos de América, dos Juegos Olímpicos, un Mundial y varias copas domésticas. Pero no era tiempo de estrellas negras.

Rey del carnaval montevideano, los excesos cobraron factura al excepcional jugador.

Muchos vieron causas racistas en su descenso acelerado y, curiosamente, Andrade fue el único de los jugadores de aquel Uruguay mágico que terminó sus días en la miseria. El resto encontró trabajo como empresarios, periodistas o entrenadores. Solo él vagó sin rumbo ni ocupación fija, aferrado a un magro puesto como empleado público hasta que el alcohol, los desengaños, la ceguera y el carnaval terminaron por consumir a uno de los mejores futbolistas del siglo XX.

 

** Esta crónica fue publicada originalmente en 2014 en el semanario Trabajadores, como parte de la sección Minuto 90.