Tengo una crónica guardada hace años en una gaveta de mi cuerpo, entre el pecho y la garganta, una crónica inédita que alaba épicas victorias de cocodrilos matanceros y habla de congas arrollando por la Calle del Medio y de fuegos artificiales que estallan por encima de los puentes que rodean la ciudad.

Es una crónica escrita en hojas amarillas que todas las temporadas termina arrugada y lanzada con furia al sucio pantano, pisoteada con indiferencia por miles de fanáticos decepcionados y que recojo en unos días para pasarle la mano como quien acaricia un pájaro muerto.

Una crónica que días antes de la post-temporada la saco al sol para librarla de la humedad y del moho, mientras le agrego ideas y la cuelgo en la ventana de mis deseos más puros para que el vecindario pueda sentir los finos olores de los campeones.

Es una rutina, no me rindo. Siempre hay un detalle que alimenta mi esperanza, algo que se puede corregir para comenzar de nuevo, para llegar al campeonato, al título, a la gloria.

La vuelvo a sacar a la luz, como necio estúpido, por culpa de rachas de victorias seguidas o de records para fases eliminatorias; por culpa de las malditas estadísticas que me gritan al oído historias de cuerpos de lanzadores que dominan contrarios, de zurdos que ponchan más que nadie y de muchachos que apenas aceptan carreras limpias por juegos.

Todos los años quiero romper en mil pedazos ese viejo papel lleno de tachaduras, pero aparecen, de súbito, cientos de numeritos y datos sabermétricos que me susurran como una conciencia perversa que sí se puede y que los míos van por más.

La culpa es de Víctor Mesa que me hizo soñar una vez, dos veces, tres veces…seis veces. Ese que llegó aquí como un ciclón tropical y despertó las pasiones más extremas, el mismo que nos dibujó sueños en el aire y nos rescató de tormentas infernales. Por su culpa escribí esa crónica que nadie ha leído, donde mis antepasados se estremecen en su tumba y la provincia estalla en una euforia colectiva pasándose el trofeo de campeón de mano en mano.

La culpa también es de los Alazanes de Granma, esos verdugos despiadados y dirigidos por un noble anciano que convierte las malas decisiones en victorias, de su maldita estirpe, y de su inoportuna garra en el terreno.

Juré que este año iba a quemar esa crónica en una hoguera, que me olvidaría de ella para siempre. Pero llegó Víctor Figueroa con su sapiencia, con su trato amable, derrochando confianza, y dudé. Luego la selección perfecta de los refuerzos, el empuje, y la primera victoria de los play off a estadio lleno. ¿Cómo podría olvidar esa crónica? ¿Quién iba a imaginar siquiera cuatro derrotas consecutivas?

Desde anoche no hay crónica. Nunca la habrá. Matanzas una vez más estará en el podio, pero esta es una medalla con tintes de derrota. El equipo más consistente del campeonato, el más estable de los últimos cinco años, el de los records, vuelve a decepcionar a los suyos. A mí.

Pareciera que los cocodrilos matanceros están contaminados, infectados de microbios, maldecidos y condenados a morir siempre en la orilla. La crónica será para los Alazanes. Nos vemos en el estadio.