Un viejo zorro del diamante, Sparky Anderson, dijo cierta vez que «no hay nada mejor que un pitcher grande», y las críticas no se hicieron esperar. Los discrepantes alegaban que el béisbol es un juego generoso en el que todos pueden tener éxito más allá de la estatura, y citaban algún que otro nombre en el afán de echar por tierra la afirmación del manager.

No obstante, sus argumentos no eran más que las excepciones confirmadoras de la regla, porque por cada Clark Griffith, Bobby Shantz, Whitey Ford, Conrado Marrero, Ron Guidry, John Franco, Mike Hampton o Tim Lincecum, ha habido varias decenas de triunfantes lanzadores altos. Ah, sí, Billy Wagner (5’10”) hacía envíos a 100 millas por hora, pero ¿cuántos más de su tamaño lo han logrado? Y Pedro Martínez (5’11”) mereció un trío de trofeos Cy Young, mas esa no ha sido ni remotamente la tendencia del cotizado premio.

Lo habitual es que los estelares del montículo hayan sobrepasado tranquilamente los seis pies. El ejemplo supremo es el de Randy Johnson, The Big Unit (6’11”), aquel horrible muchachón que poseyó una de las bolas rápidas más dominantes de la historia.

lanzador
Ilustración: Javier Guillén

De entonces a la fecha, y desde antes de ese entonces, la ecuación del pitcheo se ha resuelto de modo similar. Ocurre que, por lo general, mientras más alto es el hombre, más veloces son sus rectas, y más cerca del home plate suelta todos los envíos, incluyendo rompimientos y cambios. De ahí que a la hora de evaluar a los prospectos, los cazatalentos pueden fijarse en niveles de grasa, condiciones aeróbicas, agilidad, flexibilidad y fuerza, pero jamás dejan de reparar inicialmente en la estatura y ese otro elemento que suele venir aparejado a ella, el peso corporal.

No es casualidad, por ende, que la presencia de lanzadores de mucha envergadura es cada vez más notable en Grandes Ligas. Un vistazo a los rosters de los 30 equipos deja ver enseguida una enorme cantidad de monticulistas de seis pies y más, quienes se encargan de la inmensa mayoría de roles protagónicos en el mejor béisbol del mundo.

Le recuerdo unos nombres: Adam Wainwright (6’7”), Jared Weaver (6’7”), Michael Pineda (6’7”), David Price (6’6”), Aroldis Chapman (6’4”), Clayton Kershaw (6’4”), Jon Lester (6’4”), Stephen Strasburg (6’4”), Félix Hernández (6’3”)… «El potencial físico de este tipo de lanzadores los lleva a ser más duraderos», ha dicho Patrick Guerrero, scout de los Marineros de Seattle.

El dato estadístico da cuenta de la inapelable realidad: desde 1901, la MLB ha registrado un total de 101 lanzadores con seis pies y siete pulgadas. Sin embargo, en la Serie Nacional la estadística se comporta de modo diferente. Cabría decir, opuesto. Pululan los serpentineros pequeños (o relativamente pequeños, que para el caso es lo mismo), y por ese camino el pitcheo se torna demasiado bateable al verse privado del arma de exterminio en masa del montículo, que es sin lugar a dudas el lanzamiento en recta. 86, 87, 88 millas por hora… Tal es la velocidad que habitualmente vemos en los choques del torneo doméstico, donde pueden contarse con los dedos de una mano los brazos que exceden las 95 mph.

Así, acostumbrados a la “bola muerta”, nuestros bateadores resultan mansos corderitos una vez que se enfrentan internacionalmente a los disparos que se les enciman desde el box. Ciegos sabrá Dios por cuál extraña enfermedad, algunos todavía se aferran a toda clase de hipótesis para justificar la inopia. Y por supuesto, los más descarados apuntan al éxodo (léase, eso que se denomina ‘deserción’ en la prensa oficial). «Los pitchers supersónicos saben que valen mucha plata y se marchan sin remedio», aseguran. Pero esa dista de ser la razón fundamental.

La causa principal de que tengamos un campeonato nacional con serpentineros “de bolsillo” tiene dos cabezas, sin que ninguna de ellas predomine sobre la otra a mí entender: una, la pésima labor de captaciones; la otra, la herencia del Período Especial.

Visto el caso, sin luces en el horizonte ni motivos para la esperanza, parece que decir «noventa millas» seguirá sonando siempre a la distancia entre Cuba y Estados Unidos, pero nunca al termómetro para medir —no con exactitud, aunque sí con probados por cientos de eficacia— la calidad de los monticulistas.

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