Aquel 31 de julio, sin siquiera sospechar que la gloria la tenía cerca, el luchador cubano Luis Alberto Orta Sánchez (60 kg) esperaba con ansias su gran momento, pues estaba a punto de debutar en unos Juegos Olímpicos.

–Ya vi el pareo y para ser campeón olímpico hay que ganarle a todo el mundo. Así que lo mejor es luchar contra toda esa gente –le dijo el joven a su entrenador Raúl Trujillo, en la Villa Olímpica de Tokio 2020.

–Bueno, tranquilo. Entonces mañana empezamos –replicó el preparador.

Al filo de las 11:30 de la noche, Luis Alberto Orta decidió acostarse. Para relajar tensiones se puso a ver el filme norteamericano Hellboy y, por si no fuera suficiente, después se decantó por mirar un capítulo de la serie española Aquí no hay quien viva.

Más tarde, fiel a sus costumbres, se comunicó por videollamada con su esposa Rosmery y su hija recién nacida Bianca, de quien tenía un retrato detrás de la cama al que se encomendaba cada día antes de dormir. La rutina estaba completa. Cuando volviera a abrir los ojos, estaría frente al mayor reto de su carrera deportiva.

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Luis Alberto Orta está sentado en una silla plástica en la sala de su casa. Luce la indumentaria del equipo Cuba y lleva la barba cerrada y un pelo acomodado que el trajín de los combates no deja brillar.

Rememora con tranquilidad su infancia en La Güinera, y parece que en él no queda nada de aquel niño hiperactivo que se la pasaba estrellando las bolas, bailando el trompo o desafiando las leyes de la física montado en una carriola.

Igual podía extraviársele a la madre tras salir de la escuela, e irse a jugar pelota o a empinar papalote en los terrenos del Parque Lenin. “Era un poco complicado cuando chiquito. Le di bastante lucha a mi mamá, pero entre ella y la maestra de la escuela supieron cómo guiarme y llevarme por el camino correcto para no terminar en una escuela de conducta”.

Como todo niño jugó beisbol, aunque en el primer deporte en el que se anotó oficialmente fue la natación. Quizás alentado por zambullirse en la piscina, en una visita al Palacio de los Pioneros, obvió todas las demás disciplinas. Sin embargo, su relación con el agua resultó turbulenta. “Como a los 15 días hicieron una prueba y no sabía nadar bien. Tragué bastante agua e inmediatamente me cambié a la lucha greco.

“A mi madre no le gustó mucho la idea. Tenía que llevarme a lugares que quedaban muy lejos y no sabía de deportes, pero al final me dijo: ‘Si a ti te gusta, te apoyo y a donde tenga que ir, te llevo’. Y así hacía. Luego, entre el horario de trabajo de ella y el cuidado de mis hermanas, me enseñó a ir solo para no tener que faltar en caso de que no pudiera acompañarme”.  

De esa forma, entrenó en varios combinados deportivos de la capital hasta que en sexto grado lo captaron para entrar a la EIDE “Mártires de Barbados”, un lugar que lo pulió como atleta, pero al cual nunca se acostumbró.

“Lo primero que quería hacer era pedir la baja. Mamá no me dejó nunca, tampoco permitía que me saltara la entrada del pase. Ella iba dos veces a la semana a la escuela para que no sintiera la ausencia. A veces yo salía los miércoles o jueves a arreglarme una muela o cualquier cosa para poder estar en la casa.

“Jamás me adapté –confiesa, mientras se le escapa una sonrisa–. Lo que sí me gustaba mi deporte. No quería dejarlo, aunque no deseaba estar becado. Entonces aguanté los tres años hasta terminar noveno grado. Quedé campeón nacional y pasé a la ESPA provincial, pues no me llevaron a la nacional ese año”.

En 2011, cuando ya estaba en la ESPA nacional, el repentino cierre de esta instalación provocó que pasara a entrenar junto a la selección de mayores en una preselección nacional juvenil, enviada al cuartel general de la lucha cubana: el Centro de Entrenamiento de Alto Rendimiento “Cerro Pelado”. “El primer año estuvimos aparte. No nos permitieron practicar con los adultos, porque lo que hacían ellos no era adecuado a nuestra edad. Realizábamos los ejercicios y los viernes topábamos con las principales figuras para medirnos”.

De aquellos primeros compases junto a grandes exponentes del movimiento deportivo cubano, Luis Alberto Orta recuerda que se fijaba mucho en el subcampeón olímpico Roberto Monzón y también en el tetra campeón olímpico Mijaín López. “Ellos me explicaban que debía prepararme para ganarle a cualquiera y superarme a mí mismo cada día, pues no existía rival pequeño”.

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Makuhari Messe Hall, Tokio, 1 de agosto de 2021. Orta estaba a punto de salir al tapiz. Descansó bien, sin contratiempos. Y se sentía calmado, obviando los nervios habituales del momento. No había sido fácil llegar hasta allí. Su primer oponente era el uzbeko nacionalizado estadounidense Ildar Hafizov, medallista en Juegos Panamericanos y Campeonatos de Asia.

La pelea empezó y él rápidamente mostró sus credenciales. Increpó a un Hafizov sencillamente sin respuestas ante el empuje del cubano, que consiguió su primer punto tras una pasividad marcada al representante norteamericano.

Ya con ventaja, se le hizo más fácil el combate. El cubano combinó fuerza y velocidad, neutralizando las acciones de su contrincante y antes de que finalizara el primer periodo lo derribó, aprovechando un descuido, para sumar otras dos unidades al marcador.

En la segunda parte, el habanero clavaba sus piernas en el colchón ante las embestidas de un impotente Hafizov que no podía moverlo, a pesar de sus ganas de remontar. Era como chocar con un pequeño roble que había echado raíces en medio del coliseo. El tiempo se agotaba y su casillero seguía en cero, mientras que el antillano se anotaba otros dos puntos y llegaba al 5-0 definitivo.

Por increíble que pareciera, ese solo triunfo ya era una gran actuación para los entendidos que, paradójicamente, nunca comprendieron que Luis Alberto Orta estaba listo y tendrían que “matarlo” en el colchón si querían dejarlo en el camino.

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En una esquina de la sala, de una percha extensible de madera que brilla por el barniz, cuelgan en un amasijo de colores varias medallas y credenciales de diferentes eventos, acompañadas de algunas fotos pegadas a su alrededor y pequeñas banderas cubanas. Entre las preseas destacan una de oro, alcanzada en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Barranquilla 2018 y el bronce agridulce que se agenció en la cita continental de Lima 2019.

“La de los centroamericanos la recuerdo como si fuera ayer. Era la primera medalla representando a mi país en un evento multidisciplinario y me puse muy contento al conseguir el oro. Había entrenado bastante para alcanzarlo y resultó una vivencia tremenda. Existía un ambiente de fiesta. Vi a Yulimar Rojas, Caterine Ibargüen… Llegábamos al comedor, había música y bailaban. Pude conocer a figuras de renombre en el área, que al final van a la competencia a divertirse, porque es eso: unos juegos para que los disfrutes, dando lo mejor de ti, pero consciente de que son una fiesta”.

Sin embargo, un año después no pudo ratificar su favoritismo en los Juegos Panamericanos de Lima 2019 y no tuvo más remedio que resignarse y aprender de todo lo que propició dicha actuación.

“No esperaba irme con un bronce, aunque podía pasar. Todo el mundo se prepara y me tocó perder. Fue una experiencia muy dura, que me hizo evolucionar y sacar lo bueno para que no me volviera a suceder. Había que trabajar un poco más, con objetivos más específicos y así llegar a Tokio en mejores condiciones y tratar de no confundirnos como pasó en Lima faltando segundos.

“Llegué bien, estaba ganando la pelea 6-0 y un pequeño error en la concentración condicionó el combate. Me fijé en un gesto que hizo la árbitra y no tenía que haberme preocupado por eso, sino esperar a que se acabara el tiempo. Ahí se perdió, luego debimos reclamar, pues daba igual caer 6-6 que 7-6”.

De cara al futuro, lo mejor que podía hacer era olvidar ese capítulo y enfocarse en su próxima meta: los Juegos Olímpicos de Tokio. La llegada de una pandemia mundial, justo después de obtener su clasificación a la lid bajo los cinco aros, le hizo un poco más escabroso el camino hacia cumplir su sueño.

“Se tornó complicado, porque estuvimos como cuatro o cinco meses sin hacer casi nada, esperando que se coordinaran los entrenadores y la comisión. El tema alimenticio dada la situación era difícil y más para cumplir una dieta. Se hacía lo que se podía. Tenía claro que debía correr por lo menos cuatro veces a la semana para hacer bien el peso.

“Siempre me mantuve corriendo, pero no hacía colchón, no entrenaba, hasta que nos pusimos de acuerdo y pudimos ir al Cerro Pelado y saqué unos dumbbells para hacer ejercicio. A la par utilizaba mi bicicleta estática, corría por los alrededores del aeropuerto y así poco a poco hicimos el trabajo desde la casa, hasta que gestionaron las bases de entrenamiento dos meses en Camagüey, más tarde en La Habana y finalmente en Sancti Spíritus unos 70 días. Luego marchamos a Bulgaria, donde terminamos de ajustar todo”.  

Con la competencia muy cerca, no era un problema estar ausente en el listado de los favoritos. Sabía que sería un hueso duro de roer para cualquiera que subiera a enfrentarlo en el colchón.

“No estaba en lo pronósticos que cogiera medalla. Cuando me entrevistaron en el aeropuerto dije que iba a dar lucha, que para ganarme tendrían que esforzarse bastante, porque estaba en buenas condiciones físicas y me había preparado pensando en un resultado importante”.

Luchador Luis Alberto Orta
Luchador cubano campeón olímpico Luis Alberto Orta. Foto: Hansel Leyva

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Cincuenta y ocho minutos después de pelear con Hafizov, la llave lo emparejaba con el ruso Sergey Emelin, campeón mundial en 2018. Luis Alberto Orta recordaba las palabras previas de Mijaín López: “los Juegos Olímpicos no se parecen a ninguna competencia. Son una fiesta. Tienes que salir a divertirte, que lo demás llega solo. Concéntrate en ganar pelea a pelea”.

Con esa convicción saltó al tapiz en cuartos de final. Estaba fuerte, haciendo su combate, pero el árbitro le marcó una pasividad inaudita que aprovechó el ruso para ponerse encima 3-0 con un desbalance. Sin embargo, no estaba en sus planes perder así, quería desbaratar los pronósticos. Sabía que podía y si iba a caer, no sería bajo el cartel de aquella injusta inacción que solo era capaz de ver el referí.  

“Fue el enfrentamiento más arduo de todos, porque vine de abajo. Los árbitros me llevaban un poco tenso y hubo que sacar un extra fuerte para poder ganarle. Estaba 3-0 a favor de él. No me lo pusieron pasivo y tuve que tirarlo yo, sacarlo del área y seguían pidiéndome pasividad. Muy complejo, no obstante, supe sobreponerme y salió la victoria”.

Para cuando se cumplieron los primeros tres minutos Orta ya había empatado las acciones. Su furia iba hundiendo a Emelin, quien se vio abrumado ante el despliegue del caribeño, que lo molestaba con incómodos agarres y lo hacía retroceder. El cubano siempre iba al frente, a la carga. Una vez que afincaba sus piernas en el colchón, el empuje hacia adelante era violento. De esa forma llegó el punto definitivo. Triunfo de 4-3. Él aplaudía fuerte y era inevitable pensar que, de seguir así, era un poco menos imposible llegar a discutir el título olímpico.

Pero no podía permitirse ese pensamiento todavía. Tenía que concentrarse ya en el próximo rival. Mientras iban cayendo como moscas los luchadores, él continuaba con vida y el organigrama lo cruzaba en semifinales con el moldavo Victor Ciobanu, subcampeón del mundo en 2018.

“De todos los adversarios ahí presentes no había luchado con muchos, pero contra él sí. En semifinales, en la liga alemana, le gané 9-5. Él sabía que tenía que salir más enfocado”.

Y eso intentó Ciobanu. Irrespetuoso. Chocaba fuerte con la cabeza y su mano se enganchaba a la nuca del cubano y tiraba con fuerza hacia abajo. Pero la respuesta no se hizo esperar y ese viejo truco de la intimidación lo que hizo fue encender al antillano, que se veía mejor en cada presentación. Su réplica fue tajante: halándolo, empujándolo, revolcándolo por el colchón en medio del Makuhari Messe Hall. El moldavo parecía perturbado, como si no supiera dónde estaba y se le viniera encima un vendaval.

En una de esas, Luis Alberto Orta lo trabó por el pecho y lo sacudió. A Ciobanu le salía sangre de la boca y el marcador reflejaba esa hemorragia incontrolable. La impotencia se apoderaba de él y el cubano volvía a utilizar ese molesto agarre que neutralizó a Emelin. Sus frentes chocaban y los tirones del cuello se sucedían uno detrás de otro.

Ciobanu se encomendó a sus ganas, porque en realidad no le quedaba de otra. No sabía por dónde podía hacer claudicar a su enemigo. Siguió haciendo lo mismo y el efecto no pudo ser distinto al de la primera mitad.

Volvió a irle encima al de la isla. Craso error. Volvió a morder el polvo. El cubano lo dominó, hizo lo que quiso con él. Lo cargó, lo exhibió a todo el coliseo como un trofeo y lo proyectó, poniendo el combate 7-0. Ciobanu no podía más, la ira y la ineficacia lo carcomían por dentro y, a la desesperada, se arrojó sobre la anatomía de su oponente en busca de un milagro que revirtiera ese paseo.

Aquel impulso lleno de locura lo aprovechó el de la Mayor de Las Antillas, que evadió el ataque y utilizó a su favor tal velocidad para elevarlo e incrustarlo de espaldas contra el colchón, como en una escena de Mortal Kombat: una Fatality en toda su expresión, sellando la victoria por superioridad técnica (11-0).

Las emociones, los nervios acumulados, las frustraciones y esfuerzos brotaron en forma de llanto de los ojos de Orta, que se arrodilló en el suelo, mientras intentaba cubrir su cara con la licra.

“Lograba uno de los objetivos: obtener una medalla y pasar a la final olímpica como siempre soñé y había hablado tantas veces con mi esposa. Al otro día lo que quedaba era lucharla, y eso lo hago yo a diario. No era tan difícil como se pensó. Después del sacrificio y el esfuerzo llegó el resultado y todo eso estaba tras el llanto y la alegría”.

Esa noche se fue a la cama y antes de cerrar los ojos miró de nuevo la foto de su hija. Le pidió fuerzas para que las cosas le salieran bien. En la final lo esperaba el campeón mundial japonés Kenichiro Fumita. Otra vez, todo parecía en su contra…

Cubanos en Tokio: análisis completo de la actuación antillana bajo los cinco aros

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Luis Alberto Orta permanece inamovible en su silla. En la pared que tiene detrás, hay un cuadro grande en el que aparece realizando un desbalance. Es una foto, aunque los colores medio opacos y una cierta granulación le dan aires de una obra de la plástica.

Como cubano, nacido en un barrio humilde, no ha estado exento de obstáculos y situaciones que hubieran decepcionado a cualquier otra persona. La vida y el deporte le han guardado páginas amargas, pero él afirma que nada de eso puede hacerlo claudicar. 

En un día normal se levanta a las cinco y media de la mañana para que el transporte no le juegue una mala pasada y poder estar a las siete u ocho en la escuela. Una vez allí, hace una sesión de entrenamiento, almuerza, duerme en el mismo gimnasio y vuelve a entrenar. Cuando acaba, el idilio cubano con las guaguas lo espera en el regreso. Generalmente llega a la casa pasadas las ocho de la noche, listo para bañarse, comer y dormir antes de que la rutina se repita.

Ese día a día no es sencillo, las condiciones no se parecen a las de sus rivales y tienen que suplir deficiencias de diversa índole con mucho tesón. “Hoy están arreglando el gimnasio. Espero que quede bien, porque verdaderamente luchadores buenos tenemos y lo que hay es que trabajar con ellos y dedicarle un poco más de tiempo y de condiciones para poder sacar la lucha adelante.

“Igualmente se hace necesario el fogueo. Ejercitar con los países europeos que son los que están en mejor forma. Gracias a Dios tuvimos como sesenta días en Bulgaria que fueron muy importantes, se reunieron varios equipos allí en un campo de entrenamiento y nos ayudó. Opciones como esa deberían ser más frecuentes, pues las competencias a veces duran cinco días y puedes llegar, perder la primera pelea y sentarte en las gradas. No resolviste nada. Sería diferente arribar a una base de preparación quince o veinte días antes y luego competir. En la base ajustas elementos de cara al evento. Sin topes es más difícil, ya que los contrarios todo el tiempo están en torneos”.

En lo personal también lleva dentro heridas cicatrizadas que le recuerdan siempre quién fue y lo que ha tenido que pasar para ser la persona que es hoy. “Los Juegos Panamericanos de Lima 2019 fueron un pasaje duro, porque me quedé con los deseos. Espero ahora en Santiago de Chile 2023 coger la medalla de oro. Sin embargo, no puedo llamar a eso una decepción”, dice, mientras un silencio prolongado invade la sala en lo que se dispone a hablar de sus mayores desilusiones. Entonces los ojos se le ensombrecen.

“Mi padre no me acompañó y no vive estos momentos conmigo, una lástima, porque soy una persona muy familiar. Después de mis cinco años se separó de mi mamá y no se hizo cargo de nosotros.

“En el deporte viví amargas experiencias, pero siempre he tenido apoyo de mis seres queridos que me han dicho que lo que no te mata, te hace más fuerte, que tenía que salir adelante y así lo he hecho. En 2012 me dieron baja del equipo nacional. Fue un periodo bastante difícil, no obstante, gracias a mi familia y a mi esposa lo pude superar y volver posteriormente.

“Ese año pasé el servicio y allí me lesioné en la rodilla. Tuve que operarme y a los tres meses debía competir en el Campeonato Nacional. Salí mal y me dieron baja técnica. Cuando Trujillo se convirtió en el Jefe de entrenadores me dijo: ‘Tranquilo, sigue entrenado, que yo te voy a volver a llevar a la preselección’. En el 2015, preparándome, compitiendo y ganando, aunque me hicieron varias trampas también, volví a formar parte de la preselección nacional”.

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Makuhari Messe Hall, Tokio, 2 de agosto de 2021. Discusión de la medalla de oro olímpica en la división de los 60 kilogramos de la lucha grecorromana, entre el cubano y el japonés Kenichiro Fumita.

Sus miradas se cruzaron y el caribeño no cambió el estilo que lo había llevado hasta la final. Fumita tenía que estar advertido de aquello, aunque al parecer no le valía de nada.

Lo intentó, pero el antillano no estaba dispuesto a ceder y lo aplastó 4-0 en la primera mitad, sacándolo del colchón, revolcándolo en su propia tierra y dejándole saber que él estaba ahí y se aferraba a su sueño como mismo se aferraba al bíceps y a la muñeca de los rivales, sintiendo por primera vez en la competencia que era muy posible llevarle a su hija Bianca la medalla de oro.

“Tras chocar con el japonés y sacarlo del círculo, ya pasó por mi mente la posibilidad de ganar. Dije: ‘si sigo haciendo este estilo de pelea, puedo ser campeón olímpico’.

“Cuando pasaron los primeros tres minutos, que iba delante, Azcuy estaba muy intranquilo en la esquina y me gritaba que tuviera calma, que pensara, y que tuviera la cabeza fría y no me fuera a poner nervioso, que todavía no se había ganado y no podía desesperarme”.

Estaba en lo cierto Azcuy, y una vez más al de este lado del mundo le aplicaron una rigurosa pasividad. Fumita sumó un punto que lo incitó a ir a por más y en una de sus embestidas el cubano contraatacó para conseguir su quinto tanto y dilapidar las opciones del nipón.

“En la final el arbitraje fue parecido al del combate contra el ruso; pero al estar 5-1 arriba, era más complicado que me perjudicaran. Él era el favorito, el local, tenía todo a su favor… Recuerdo que Azcuy, Almanza y Trujillo me dijeron lo que tenía que hacer. Decían que si luchaba como lo había hecho hasta ahí podíamos ganarle, que, si bien Fumita no había perdido con nadie, mi estilo le iba a incomodar bastante y era factible sacarle una buena ventaja”.

El reloj iba descontando los segundos. Luis Alberto Orta seguía firme en el agarre, sosteniendo la mirada cuando las cabezas chocaban. Quedaba menos y, antes de que se consumiera todo el tiempo, un Fumita resignado soltó las manos, entregándose a la clase del cubano, que empezó a aplaudir, mientras su rostro se contraía antes de volver a llorar envuelto en su bandera.

“Todo lo que pasamos nos da más valentía a la hora de pelear. Salí a esa final con coraje, porque condiciones materiales no tenemos para competir con esa gente, pero tenemos el carácter para entregar todo y si alguien nos gana, que tenga que luchar bastante y hacerlo mejor que uno.

“Es fundamental el apoyo de los entrenadores, la familia, porque la vida es dura y si no existe ese sustento de ellos se te complica un poco más. Uno tiene que saber sobreponerse y seguir pa’lante, porque no quise coger mi medalla de oro esperando nada a cambio, sino por mí, mi familia y el sueño que tenía de estar en lo más alto del podio. Si vienen otras cosas bienvenidas sean, pero si no, da igual, pues lo que deseaba era ser campeón olímpico”.

Luis Alberto Orta
Luchador cubano campeón olímpico Luis Alberto Orta. Foto: Hansel Leyva

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Fuera del colchón, su personalidad parece cambiar. Proyecta una calma que no es la que conocemos en los combates. Cuenta que no es de estar mucho en la calle y prefiere pasar el tiempo compartiendo con la familia y las amistades. Ahora también emplea las horas jugando con Bianca y aunque correr forma parte de su entrenamiento, igualmente lo hace cuando necesita despejar.

Después de conversar un rato, parecería una obviedad preguntarle qué lo hace feliz: “Mi mamá, mis dos hermanas, mi esposa, mi niña, mi suegro… Son con quienes comparto los momentos más malos y tristes y me dan fuerza para continuar”, confiesa, antes de contestar que su mayor temor sería perder a esas personas.

A los 27 años se siente tranquilo, porque ha logrado sus sueños con mucha dedicación. Entre sus aspiraciones sobresale la conquista de un título mundial y lograr el bicampeonato olímpico en París 2024.

“De mi vida desearía haber tenido cerca a mi papá y de mi carrera no cambiaría nada, porque todo lo que me ha pasado me ha encaminado a ser lo que soy hoy”.

–¿Qué es lo más difícil de ser Luis Alberto Orta?

–Ahora mismo, que soy el sostén de la familia. El referente –sonríe–. No puedo hacer nada malo…

Probablemente su vida diera un valioso argumento para un libro o una película. Ante la pregunta de qué título le pusiera a una obra sobre su existencia se queda pensativo y de momento no consigue contestar. Mira al techo y nada. La grabadora se detiene y él se despide en la puerta.

Cuando llego a casa tengo un mensaje suyo que salda la deuda de último minuto: “Ya pensé en la respuesta. Si tuviera que ponerle un nombre, me gustaría que se llamara: Historia de un sueño”.

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Imagen cortesía de Foto: Hansel Leyva
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