Espectáculo hermoso y fecundo en sentimientos útiles a Cuba es uno de esos juegos. Una multitud de diez, doce o catorce mil almas esperando, anhelante, subyugada, un triunfo cubano: y después de lograda la victoria sensacional, esa misma multitud, de pie y aclamando a los jugadores con frenético vocerío, derramándose después a torrentes por la ciudad, llevando la alegría a todos los ámbitos de la misma; alegría que de la ciudad pasa al resto de la Isla, convirtiéndose en unánime desde Maisí a San Antonio. ¿Qué es lo que produce entusiasmo tan intenso, tan delirante, tan unánime? ¡Ah! Es el sentimiento nacional. Todos son cubanos y se sienten cubanos. 

Así lo describía el cronista José Sixto de Sola a inicios del siglo XX al referirse a los encuentros de exhibición entre los clubes profesionales cubanos y las franquicias de las Grandes Ligas de Estados Unidos, que por aquel tiempo acostumbraban a visitar la isla y, generalmente, salían con “el rabo entre las patas” ante el empuje de los elencos locales.

Más de un siglo después, mucho cambió en esas líneas. Como suele decirse, el autor debe revolcarse en la tumba. Durante los últimos años, ese espectáculo hermoso pasó de un idilio casi perfecto a la crónica de una muerte anunciada, incluso, antes de abordar el avión y tomar rumbo hacia lo desconocido. La multitud hoy calla y habla solo para esgrimir lamentaciones o buscar culpables de un partido de béisbol que trasciende lo meramente deportivo.  

Si los cubanos limitamos un juego de pelota a eso, un juego, significa coquetear con la insensatez o rozar la ignorancia. Hablar del béisbol constituye referirnos a la cultura nacional misma. Tal y como lo resolvió el escritor y periodista Leonardo Padura, durante una conferencia ofrecida en octubre del 2012: “El modo profundo en que se había integrado a la cultura nacional, la condición de ingrediente notable de una identidad propia fueron las calzadas que permitieron concretar con éxito esa espiritualidad”.  

De lo sucedido en Florida durante el Torneo Preolímpico de las Américas no basta con resaltar la decadencia de los últimos mohicanos de nuestra pelota: Alfredo Despaigne y Frederich Cepeda; del pésimo mascoteo del receptor titular de los equipos nacionales, Yosvani Alarcón; o de la cuestionable dirección ejercida por Armando Ferrer. Llevar los hilos de la historia por ahí enrumbaría cualquier conversación a una mera “cacería de brujas”.

Más allá de perder un juego o torneo, la posibilidad de asistir, quizás, a la última aparición del béisbol en unos Juego Olímpicos quedan disminuidas cuando reparamos en el hecho de que la pelota, la niña mimada de los cubanos, ha muerto. Dicho deceso de nuestro pasatiempo nacional no es nuevo, comenzó hace varios años, cuando decidimos renunciar al pasado.

El deporte de las bolas y los strikes está enraizado en el imaginario de los cubanos, donde quiera que estos vivan y así lo vimos tanto en West Palm Beach, como en Saint Lucy. Aforos que, más allá de mostrar inconformidad con la realidad del país, permitieron exponer la pasión por seguir a cualquier parte esa hermosa franela de cuatro letras en el pecho.

Hoy, mal dirigido, el destino de la pelota en Cuba pica en terreno de nadie y rueda hacia un futuro incierto, en el que solo se vislumbra otra recia caída. Mal nos pese. Sucede que, a sabiendas de esta realidad, los encargados de encauzar las utopías de la afición, los propios atletas y hasta de la dirección política del país prestan oídos sordos o, simplemente, ignoran el reclamo de ¡salvar nuestra pelota!, de rescatarla del ridículo.

Los muchachos, cada vez con menos edad, abandonan los terrenos en su tierra y se lanzan en busca de nuevos horizontes. Una parte triunfa y brilla en la meca del béisbol mundial y otros, por el contrario, se contentan con simplemente vivir en el exterior, aunque esto signifique no tocar guantes o bates nunca más.

Desterrar viejas filosofías, que van desde la concepción misma del juego hasta posturas rígidas y bien marcadas por un contenido ideológico, que redundan en un atraso casi increíble dentro de un país antes conocido como potencia beisbolera, permitirá retirar la venda de los ojos de estos personajes. Porque eso sí, basta con desempolvar viejos libros de historia para descubrir que esta islita se convirtió en el segundo país que más jugadores proveía a las Mayores, además del respeto profesado por todos sus rivales.

El equipo Cuba no gana, ni ganará el juego bueno. Los jonrones en el noveno inning terminaron cuando los niños y jóvenes beisbolistas comenzaron a preocuparse más por el qué vestir o cómo poner comida en su mesa -conductas más que válidas para cualquier ser humano-. La derrota llegará en la misma medida en que falten los incentivos para que el pelotero entregue esa pizca necesaria y finalmente dejar al campo a Venezuela o a Canadá, discutir de tú por tú con Estados Unidos o ponerse, sin gatuperios, bajo los cinco aros.

La Mayor de las Antillas no tendrá una representación en Tokio. Entonces, cómo borrar aquella “mancha” del año 2008, durante la final ante Corea del Sur. Simplemente no se podrá, porque Cuba no pudo ir a los Juegos Olímpicos.   

Nota: Las citas fueron extraídas de José Sixto de Sola: El deporte como factor patriótico y sociológico. Las grandes figuras deportivas de Cuba, en Cuba Contemporánea, Habana, junio de 1914. Citado por Félix Julio Alfonso López en su libro Béisbol y Nación en Cuba.

https://playoffmagazine.com/abandonos-peloteros-cubanos-eventos-internacionales/

Foto: Pablo Dewin Reyes Maulin.

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Imagen cortesía de Foto: Pablo Dewin Reyes Maulin.