“No veo muy bien, pronto me voy a operar de la vista. También oigo poco, tienes que hablarme alto y despacio para poder entenderte”, dice uno de los íconos del béisbol cubano, Miguel Cuevas. El octogenario pelotero nos esperaba sentado en la segunda planta de su casa en el reparto Vista Hermosa de la Ciudad de Camagüey, justo a la hora pactada para el encuentro.

Su nombre desprende respeto y admiración entre sus contemporáneos que lo veneran como uno de los mejores hijos de su época. No es para menos, pues es uno de los sobrevivientes de una etapa romántica de la pelota de la isla, a la cual el imaginario popular le achaca un matiz casi mitológico.

Algunos lo conocen por “Don Miguel” o “El Tambor Mayor”, ambos epítetos popularizados por el genial Bobby Salamanca y que reflejan cuán temible era en el terreno.

Con un andar muy fluido para su edad, Miguel Cuevas nos guía al interior de su sala, presto a compartir con nosotros su historia y sabiduría.

Los primeros años

Cuevas nació en Santa Cruz del Sur en el año 1935, aunque al poco tiempo su familia se trasladó a Florida buscando mejores oportunidades de trabajo. Fue el menor de nueve hermanos y su nombre fue motivo de disputa entre sus padrinos, lo que conllevó a que lo bautizaran como Sol Miguel para quedar bien con ambos de manera salomónica.

A temprana edad, comenzó a trabajar en el Central Agramonte como “narigonero”, donde ganaba 2.10 pesos por 8 horas de jornada laboral, un buen trabajo para la época, según nos cuenta. El ambiente beisbolero del batey lo impulsó a adentrarse en el mundo de las bolas y los strikes.

Comencé a jugar pelota, aproximadamente, a los 11 años en los potreros y placeres de mi comunidad, allí se jugaba mucho y yo no me perdía un juego siempre que podía, porque me encantaba. En la casa también se seguía la liga profesional, mi mamá era “habanista” y mi papá le iba a Almendares, algo complicado en aquella época para un matrimonio.

Con 13 años, todavía jugaba a las canicas. Tenía, además, un bolón grande de hierro y un día se me ocurrió clavar un palo en la tierra al que le abrí un hueco en el centro para ponerlo. Trataba de darle con otro palo que usa como bate y así practicaba mi bateo. Haciendo esto, en una ocasión, le di sin querer en la cabeza a mi papá que estaba sentado en la cocina. Por suerte, no sufrió grandes daños, pero desde ese día empezó a rechazar la pelota. Él era un hombre muy estricto y me mandaba encargos para la casa, a los cuales no podía decir que no, y muchas veces me pasó que, en pleno juego, en los placeres se aparecía una de mis hermanas a darme un recado de él y yo tenía que dejar todo inmediatamente para hacerlo. Pero siempre y cuando cumpliera con la casa, nunca me puso obstáculos para jugar y después, cuando avanzó mi carrera, no hubo ningún problema por parte.

A los 14 años, más o menos, empecé en un equipo que era más político que deportivo. Estaba integrado por niños cuyos padres eran simpatizantes del Partido Ortodoxo, por eso se llamaba Juventud Ortodoxa. En la zona había un hombre llamado Eufragio, dueño de un equipo al que decían “Los Cubanitos”. Era como una sucursal de desarrollo de los Sugar Kings y tengo entendido que estaban por toda Cuba. Cada vez que Eufragio se llevaba a su equipo a jugar por el país, siempre nos buscaba a nosotros para topar antes. En estos topes casi siempre les ganábamos a Los Cubanitos, con quienes teníamos tremenda rivalidad: esos fueron mis primeros juegos organizados.

Recuerdo que hubo una etapa, a principios de los 50, donde la frecuencia con que se jugaba pelota en mi zona bajó. Comencé a boxear y no me dio resultado. De ahí salí para baloncesto y me fue mejor, porque era fuerte y tenía buena estatura para mi edad. Hasta llegué a jugar un provincial juvenil en el 54. Pero un buen día me encuentro con un pelotero que se llamaba Sidney Grand. Él andaba buscando jugadores para un equipo juvenil en Florida, y el dueño, de apellido Casariego, estaba pagando 5 pesos por juego y 30 centavos que daba para el pasaje entre Florida y la ciudad. Era una suma considerable para esos tiempos y así fue como regresé al béisbol. Cuando llegué, Casariego me dijo que necesitaban un cácher, porque el de ellos era medio cobarde y yo, por suerte, tenía un peto, algo que no era común en esos años. El primer juego en Camagüey fue contra Artes y Oficios, allí tuve la oportunidad de recibirle a un pícher que después llegó a las Grandes Ligas y fue bueno, Eduardo Bauta.

Expelotero cubano retirado Miguel Cuevas
Expelotero Miguel Cuevas

La era del béisbol rentado

Parte del patrimonio beisbolero olvidado de la Cuba republicana era el hecho de que existía una gran gama de competiciones semiprofesionales por todo el país, ligadas a círculos sociales y empresas, fundamentalmente. Algunas más conocidas y mejor pagadas que otras, pero juntas conformaban un circuito inmenso que daba la oportunidad de jugar y desarrollarse a los jugadores que aspiraban a convertirse en profesionales.

Muchos de los que comenzaron jugando en estos torneos llegaron a convertirse en estrellas de la Liga Profesional, incluso de la MLB. Por otro lado, algunos prefirieron quedarse en esta categoría por la gran remuneración económica que implicaba y andaban por todo el país jugando en cuanto equipo reclamara sus servicios. Muchos de estos hombres fueron posteriormente fundadores de la Serie Nacional como Miguel Cuevas.

Cuando cumplí los 18 años, un destacado pelotero de la zona, Mariano Álvarez, me captó para empezar las prácticas con el equipo del Central Agramonte en la Liga Azucarera y jugué algunos partidos como local. Tenía que jugar bajo el nombre de Manuel Cuevas, para no tener problemas en el campeonato juvenil ya que no era permitido en esas competiciones.

Jugando en ese juvenil, se me presentó otra oportunidad para entrar en un equipo llamado Hasting, donde me pagaban 5 pesos, más almuerzo y transporte. Entonces, empecé en una liga que se jugaba en la ciudad de Camagüey. Esta era muy fuerte, aquí participaban novenas como Vertientes, Guáimaro, Santa Cruz y otros territorios de la provincia. Los partidos eran en un terreno que pertenecía a un club social que estaba por la zona donde está la Sala Polivalente en la actualidad. No ganamos el torneo, pero un día llegaron unos scouts liderados por un americano que se llamaba Joe Cambria, pertenecientes a las Grandes Ligas. Él no sabía hablar español, pero trajo a un pelotero profesional llamado Napoleón Heredia como traductor. Ellos citaron a un grupo de jugadores entre los que se encontraban Bauta, el Gallego Valdez y yo, para realizar una prueba. A algunos, como a Bauta, les ofrecieron contrato en los Estados Unidos y a otros, como yo, ir para México.

Al mismo tiempo, un pelotero de Mayarí llamado Nelio me ofreció jugar en la Liga Popular de Oriente. Yo indagué cuánto pagaba México y descubrí que, por lo general, los sueldos rondaban los 600 pesos mexicanos. Recuerdo que un cuñado mío me dijo que eso era basura porque el cambio del dinero mexicano con respecto al dólar era de 12.50, o sea, mucho menos valor que el peso cubano y en Liga Popular de Oriente pagaban 25 pesos por juego. Se acabó la temporada en Camagüey y el aviso de Cambria se demoró, por lo que decidí ir para Mayarí. Dentro del circuito amateur, la Liga Popular estaba catalogada como la tercera, solo por detrás de la Unión Atlética Amateur de La Habana y la Liga de Pedro Betancourt, en Matanzas. No obstante, mientras yo jugaba en ella, en varias ocasiones vinieron los equipos campeones de La Habana y perdían contra los equipos de Oriente. Sí te puedo decir que los pícheres de nosotros eran mejores que los de ellos.

En Mayarí no teníamos buenas condiciones de vida, nos quedábamos en lugares de mala muerte, con camas muy terribles y algunas eran, simplemente, hamacas. Entonces, me enteré por un amigo que el Central Preston (actual Guatemala) estaba haciendo un equipo para la liga. Pagaban 30 pesos por juego, los jugadores dormían en los hoteles donde se quedaban los americanos cuando había zafra y había mujeres como loco. Yo no era muy santo que se diga, y decidí irme para allá. Cuando llegué, con mi único traje que decía Florida Juvenil, el mánager me conocía como el cácher de Agramonte y me aceptó enseguida. Había tremendo ambiente de béisbol, las gradas se llenaban con las prácticas y en una de estas di como 3 o 4 batazos, lo que me afianzó en el equipo.

Por coincidencias de la vida, la casa donde cocinaban para el hotel donde nos quedábamos era de la familia de la que sería mi esposa y madre de mis hijos. Fue aquí donde decidí dejar de ser cácher. La causa fue que en todas esas ligas los peloteros se afilaban los spikes y se tiraban en home para matar, se jugaba muy duro. A uno le pagaban por juego y si estabas lesionado no cobrabas. El dueño del equipo me dio dinero para que buscara peloteros y me fui para Santiago, allí encontré a varios jugadores, entre ellos un cácher llamado Edurman Cuevas, que fue mi sustituto, y así pude establecerme en la primera base.

Allí jugué todo ese año de 1955 y cuando terminó la temporada, el dueño me dio una carta recomendada para jugar en el Central España en la Liga Pedro Betancourt. Llegué, me presenté y me llevaron al lugar donde me iba a quedar. Me dejaron en una casa que tenía 3 cuartos donde estaba Erwin Walters y un pícher de apellido Matamoros. En el equipo también estaba Jorge Trigoura y mi coterráneo Mariano Álvarez. Allí me pagaban 25 pesos por juego con todos los gastos pagos, incluso, hasta la limpieza de los zapatos y comíamos en un buen restaurante que se llamaba El Siglo XX.

Entonces me llegó la oportunidad de convertirme en profesional a través de Emilio Delgado, un scout del equipo Habana que me captó para ir a la capital. Iba a probarme en una academia que estaba en el Terreno de El Beauty, cerca la avenida Boyeros. Allí vivíamos con todos los gastos pagos y, además, nos daban una boleta para ir a ver los juegos en el estadio. Me pagaban 60 pesos mensuales y no me daba la cuenta, ganaba mucho más jugando en las otras ligas. Yo cobraba 50 pesos semanales por jugar sábado y domingo, lo cual estaba muy bien para alguien de la clase baja como yo. Mi trabajo como pelotero me daba para vivir dignamente y ayudar a mi familia. Pero no niego que en aquel entonces me hubiera gustado ser profesional y llegar lo más lejos posible dentro y fuera de Cuba.

En el 57 salí de La Habana en dirección a Holguín para seguir jugando con Preston. Ya la cosa se estaba poniendo mala con la situación de los Rebeldes (tropas insurgentes bajo el mando de Fidel Castro, que peleaban contra el gobierno de Fulgencio Batista). La guagua en la que viajaba fue detenida por la Guardia Rural y a mí me querían prender porque no sabían qué cosa era una filarmónica, gracias a que intervino un teniente no tuve problemas, pero era un indicio de lo mala que se estaba poniendo la situación en esa zona. En el 58, Raúl Castro armó el Segundo Frente y liberaron un pueblo llamado Guaro, que cortó en dos a los equipos de la liga. Por tanto, esta se suspendió y yo me quedé atrapado en Preston.

Me trasladé a vivir con la familia de mi mujer a una colonia de caña que se llama Junta 2. Fueron tiempos difíciles, en ese lugar nació mi primer hijo, yo tenía un poco de dinero ahorrado, pero pasamos mucho trabajo con todo, en especial con la comida. A los dos meses se nos acabó la sal para cocinar y tuve que ir a los alrededores del río Nipe. Ahí subía la marea y dejaba restos de agua salada que se secaban y era similar a la sal. La limpiábamos y con eso se cocinaba. Un día, los Rebeldes se enteraron de aquello y se aparecieron allí. Yo colaboré con ellos indicándoles como encontrar sal. Ellos me anotaron como colaborador y por eso me reclamaron para el ejército cuando triunfaron.

El ascenso de Don Miguel y los años difíciles de las primeras series nacionales

Después de 1959, llega la historia que casi todos conocen de Miguel Cuevas. Primero, se traslada junto a su esposa e hijo de regreso a Florida, donde juega y trabaja en la Empresa arrocera La Raya, y aprovecha esos últimos vestigios del béisbol rural que tanto jugó. Después, se vinculó al Ejército Rebelde, a la Dirección General de Deportes (DGD) y al incipiente movimiento del béisbol amateur. Con la fundación del INDER y la creación de la Serie Nacional de béisbol, forma parte de un amplio grupo de peloteros fundadores de este torneo que llegaron en plena madurez deportiva, que ayudaron a cimentar las bases de lo que sería este torneo en el futuro y que marcaron una época a pesar de que sus registros no impresionen en la actualidad.

A partir de este momento es que todos conocemos a Miguel Cuevas, el primer gran slugger de nuestros torneos domésticos, jardinero y primera base de representativos camagüeyanos y miembro habitual de los equipos Cuba que arrasaban en cuanta competencia internacional disputaban. Fueron 13 temporadas llenas de grandes momentos y vivencias personales.  

En aquella época, la calidad de las pelotas era muy mala y los lanzadores extremadamente buenos. Las condiciones de vida no eran fáciles en comparación con las de ahora. Nosotros creíamos que mejorarían con el pasar de los años, pero no fue así. En la primera Serie Nacional vivíamos en una playa que estaba cerca del Mariel, creo que el centro se llamaba Marcelo Salado, allí la mosquitera era del carajo y la comida era regular. En el segundo año ya dormíamos en los estadios con literas dobles y ahí mismo se almorzaba y se comía. Solo cuando íbamos a jugar a Matanzas dormíamos en un hotel de Varadero con mejores condiciones. No tiene comparación con las condiciones que tienen los peloteros en la actualidad. A nosotros nos pagaban el salario según el centro de trabajo en que estuviéramos inscritos, además de un peso diario de dieta para los gastos extras que pudiera tener uno.

Pero eso no importaba, nosotros sabíamos lo que significaba para el pueblo y nuestras familias lo que hacíamos. Antes del 59 no teníamos conciencia de lo que significaba representar a Cuba, poco nos importaba hacerlo a la mayoría de los que jugaban pelota. Esos valores nos los inculcaron después y llegó a calar tanto en mí esa sensación de ver las cuatro letras en mi pecho y oír las notas de nuestro himno fuera de nuestro territorio, que se convirtió en lo más grande que yo podía esperar, mi mayor éxito. En la Serie Nacional, a pesar de la dedicación, uno inevitablemente se relaja cuando llega el momento en que uno se establece. Pero cuando salíamos a jugar con el uniforme de Cuba nos dedicábamos en cuerpo y alma a obtener la victoria.

Los grandes regalos del béisbol y el momento del retiro

Otra de las grandes cosas que me dio la pelota fue que mi mamá se dedicó en sus últimos años a seguir mi carrera. Ella iba a donde quiera que yo fuera y nunca permitió que la montara en la guagua del equipo. Si teníamos que jugar en Pinar del Río, ella llegaba primero que el equipo, viajaba sola y se quedaba en una casa de visita o un hotel, de esa manera atravesaba Cuba entera para verme jugar. Gozaba mucho cuando ganábamos y sufría mucho cuando perdíamos, me daba ánimos. Se ponía a observar a los pícheres y algunas veces me dijo cosas que se me habían pasado por alto. Una vez jugando en Las Villas, me dijo que me cuidara del cácher que le tiraba piedrecitas en las piernas a los bateadores para desconcentrarlos: ese era Lázaro Pérez. Gracias a ella, cada vez que íbamos a jugar contra él, le advertía al árbitro lo que hacía y nunca me pudo hacer esa trampa.

Tuve muchos momentos grandes, como el día que di 3 jonrones en unos Juegos Panamericanos en Brasil; otro que le di a Puerto Rico en los Centroamericanos de ese mismo país en 1966; uno que di el día que me dieron el carnet del Partido; pero hubo uno que me pidió mi hijo mayor, Sol Miguel, que fue el más especial para mí. Un buen día, vamos a jugar a La Habana y él llamó antes del juego a un programa en la radio que se hacía previo a la transmisión del partido que recibía llamadas de los aficionados y entró una suya pidiendo que su padre diera un jonrón. Él estaba en la ciudad porque era militar y pertenecía a una unidad allí, sin embargo, no pudo ir al estadio por su trabajo, fue gracias a un compañero de equipo que me enteré de la llamada.

Recuerdo que ese día nos iba a pichear Changa Mederos, fallé en mis dos primeros turnos, y aunque yo le conectaba bien, seguía siendo un lanzador extraordinario. A la tercera vez en que me paré en el cajón pude dar el jonrón, me sentí muy feliz cuando pude complacer a mi hijo, porque a lo largo de mi carrera muchos amigos y aficionados me habían pedido que diera uno, pero nunca nadie de mi familia, por eso fue algo muy especial para mí. Nunca le pregunté porque me lo pidió y no recuerdo si me lo llegó a decir alguna vez, solo sé que me sentí muy orgulloso de haberlo complacido. 

Poco después de eso me llegó el momento del retiro, como es lógico yo sabía que en algún momento me tocaría hacerlo. Un día vino a verme un hombre del buro provincial del partido, llamado Facundo Martínez. Este me dijo que ellos en el partido habían acordado hablar conmigo para que me retirara en esa temporada mientras estuviera bien. Me dijo que yo era el pelotero que más jonrones y carreras impulsadas tenía en la Serie Nacional, era el segundo en dobles y así, sucesivamente. Pero que con 39 años iba en decadencia, que había hombres que bateaban más que en esta pelota. Yo le dije que estaba bien, que no había ningún problema. Yo me sentía en condiciones, hubiera podido jugar 3 o 4 años más, un año después llega el bateador designado y eso me hubiera ayudado a estirar la carrera a nivel nacional. Pero valoré que ya no me daba la cuenta para integrar el equipo Cuba que era mi principal anhelo. Me preparaba bien y a la altura del juego 20 del campeonato ya me costaba mucho trabajo jugar y tenía que hacerlo con vendas porque tenía un musculo de la pierna atrofiado. Así fue como terminó mi carrera y si te digo que no estoy satisfecho, te miento.

Expelotero cubano retirado Miguel Cuevas
Expelotero Miguel Cuevas

La sabiduría del octogenario desnuda las dificultades del béisbol cubano

Después del retiro, Miguel Cuevas fungió como entrenador, dirigió Camagüey en las Series 78–79 y 80–81. Nos confesó que no le gustó hacerlo, pero que quizás, una de las cosas que le quedó por hacer en la vida fue dirigir por más años. No obstante, ha recibido innumerables reconocimientos y distinciones por su trayectoria, pero lo más grande de todo ha sido el amor de su afición. Con sus más de 80 años y a pesar de sus problemas de visión y audición, es un consumidor voraz de cuanto deporte le pongan en el televisor y en la radio. Por ello, siempre está presto a verter sus opiniones desde su sapiencia acumulada con los años, y señalar los problemas de la pelota cubana.

En el tiempo en que dirigí planteé que, hasta que no hubiera dos campeonatos funcionando al unísono, entre los cuales subir y bajar peloteros, no iba a haber desarrollo en el país. Porque el hombre que llega a la Serie Nacional tiende a acomodarse en la misma y no se desarrolla, en su mayoría. Quien está jugando se acomoda porque no tiene uno detrás pujando por su puesto, mientras que, el que está en el banco, sabe que no puede ser titular, que no puede bajar de categoría y está en el equipo a gozando la vida.

Tiene que haber un equipo sucursal jugando al unísono en una división inferior, sin las prebendas que tiene el primer equipo, sin dormir en hoteles, sin recibir lo mismo que reciben los de arriba. El ser humano es así, hasta que usted no tiene a otro haciendo la cola por el puesto, no avanza: en las Grandes Ligas usan ese sistema y da resultados.  Puede ser visto como explotación cruel capitalista, porque no estás seguro nunca, porque si no te superas, te vas. Yo no creo que sea totalmente explotación, el béisbol siempre ha sido un negocio, no solo en la actualidad y así ha llegado al punto de calidad en que está a nivel mundial, porque ese negocio crece por día. Ese desarrollo no podemos seguir negándolo.

Otra cosa que veo es que los muchachos nuevos, a pesar de las grandes condiciones que tienen, no estudian. Hubo muchos factores que me permitieron tener éxito y el estudio fue uno de ellos. Me preparaba mucho de manera individual, mi padre siempre me decía que “Guerra avisada no mata soldados” y la pelota es una guerra entre pícher y bateador. Me dediqué a anotar primero en una libreta y después en una agenda grande que me regaló un amigo. En ellas anotaba detalles, no todo el mundo es igual, desde lo individual cada uno tiene sus características y yo estudiaba hasta el más mínimo detalle de los lanzadores a los que me enfrentaba.

No es posible predecir con exactitud qué te van a lanzar, pero según vayas acumulando turnos al bate contra un lanzador, vas registrando con que lanzamiento te domino, en que zona le gusta trabajar y cuando te vuelvas a enfrentar a él, hay muchas probabilidades de que lance de una manera similar. Antes la prensa anunciaba quién iba a ser el abridor del día siguiente; por ejemplo, si iba a lanzar Alfredo Street, yo iba a mi agenda y veía todo lo que tenia anotado de mis turnos anteriores contra él: qué me tiró, qué le dio resultado, que no y así, lanzamiento por lanzamiento. Mientras más datos registraba en sucesivos turnos al bate, mi efectividad subía contra los lanzadores.

También observo muchas cosas malas con el arbitraje nacional. Como todos saben tengo un hijo árbitro, Juan José. Yo veo sus partidos y cuando se equivoca se lo digo a él y hasta a su mujer: antes que se lo señale otro se lo digo yo. Aunque considero que él está en un grupo muy reducido de los que se equivocan menos. Debemos dirigir mejor el arbitraje, unificar criterios con respecto a la zona de strike y que no sea tan variable como lo es. Uno puede equivocarse, los de Grandes ligas lo hacen y las repeticiones lo muestran. Pero es algo en lo que debemos trabajar más por el bien de nuestra pelota. Muchas cosas están mal, pero creo que, a pesar de todo, los peloteros de esta época tienen tremenda calidad y seguirán saliendo talentos de este país.

Hoy Miguel Cuevas vive su vejez rodeado de sus hijos, nietos y bisnietos. Sabe que es una leyenda viviente del béisbol cubano y se cataloga como un hombre feliz y realizado. Quizás su lucidez deba de ser tenida en cuenta, mucho más, para tratar de mejorar nuestro pasatiempo nacional.

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Imagen cortesía de María Caridad Lamela